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J. C. García Fajardo

Cuentos

Retazos 039: Instructor de dignatarios

Seguían Maestro y ayudante empleando lo más de su día en arreglar el jardín, después de haber pasado tantos días en la montaña. El médico amigo se encontraba camino de Shangai y ninguno de los dos hacía elucubraciones sobre el futuro. Pero la procesión les iba por dentro.
- Maestro – le dijo con mucha suavidad Sergei -. A lo mejor, en los cuentos sucede como en los chistes. Cuentas uno de sordos y salen en ringlera. Si los cuentas de sastres, salen otros tantos.
- Sergei, a ti te gustó el del banquete de Tamerlán y quieres que te cuente otro. Pero lo que no te imaginas es que este otro le sucedió al Mulá el mismo día que acudió el ermitaño y tuvo aquellas palabras, tan sabias, con el chambelán.
- ¡No es posible! - exclamó la liebre siberiana - ¿Dos seres estrafalarios como el ermitaño y un Mulá en un banquete real?
- Como sabes, al Emperador Tamerlán se le achaca su incomprensible amistad con el Mulá Nasrudín, y hasta que le había confiado puestos de gobierno para mortificar a sus ministros. Pues bien, en la noche de ese banquete, las cosas no sucedieron de manera tan arbitraria como podría pensarse. El Emperador le había pedido al Mulá que invitase a la cena a un sabio anacoreta que había alcanzado la iluminación para que les hablase del Camino, del Tao, de la plenitud y de la Nada. Por eso el ermitaño se produjo como lo hizo.
- ¿Y Nasrudín?
- Este andaba tan preocupado por que no había encontrado al santo anacoreta a la entrada de la ciudad, que se vino a palacio con las viejas ropas de capar burros que llevaba. Los invitados lo miraban con asombro y el chambelán lo detuvo cuando se dirigía al puesto de costumbre en el séquito del emperador. ¡Qué pintas llevaría que el chambelán no lo reconoció y lo mandó sentar en un extremo de la mesa! El Mulá no dijo nada. Se levantó y se marchó a su casa, con gran alivio del chambelán.
- Qué extraña conducta en el Mulá... – dijo Sergei que no perdía ripio.
- Ya, ya. Al cabo de una hora, regresó envuelto en una amplia túnica de seda y de oro, con un fajín de damasco púrpura y el turbante cubierto de espléndidas joyas que había “tomado prestadas” en un templo hindú de las cercanías. El Chambelán se inclinó ante el noble personaje y lo condujo hasta el Emperador que lo había reconocido nada más verlo, a pesar de la muselina que desde el amplio turbante le caía por el rostro. Le ofreció el mejor asiento para que se sentase tan noble señor.
- ¿Se acomodó Nasrudín, y le dijo algo al chambelán?
- ¡Quiá! Algo mucho más divertido: se empezó a desnudar y fue colocando la rica ropa sobre el asiento que le habían dado hasta quedar con los pezones cortando vidrios.
- ¡Oh Alá!
- Eso dijo el Emperador que se partía de la risa. ¡Oh Alá! Entonces, ante el estupor de todos los invitados, el Mulá se volvió al emperador y le dijo:
- “Sublime Emir de los Creyentes, Puerta de los Mares y Luz de dónde el Sol la Toma! Aquí os dejo al invitado, pues está comprobado que en Tu Corte no se honra al consejero del Rey sino al vestido que trae puesto. Si es así cómo se gobierna un Reino...
- ¡Qué bárbaro, el Mulá! ¿Y que le dijo el Emperador?, porque ¡menuda crítica!
- ¿Por qué crees que el Emperador lo tenía como consejero en su corte, a pesar de la fama de analfabeto que tenía Nasrudín?
- ¡Porque, a su manera, corregía a los ministros!
 

José Carlos Gª Fajardo

 

Retazos de la Luna azul 038: La nada ocupa su puesto

Andaba el Maestro ocupado en preparar bien la llegada del Otoño. Se entretenía en el estanque, limpiaba alcorques, podaba ramas secas, en espera de la gran poda de invierno. Pero Sergei se daba cuenta de que andaba algo preocupado por la partida del Noble Ting Chang, llamado por su padre a su residencia en Shangai. Al parecer, un auténtico palacio.
- Maestro, - le dijo Sergei -, aunque quizás no andes de humor para contar historias con esto de la marcha de Ting Chang a su casa, pero a mí me gustaría que me contaras un cuento.
- Vamos allá, - liebre tierna -. En la corte de Tamerlán se celebró un banquete de gran esplendor y los más importantes personajes se aprestaban a participar. Eran enormes las colas, los guardas y las escoltas. Pero, entre ellos, acertó a pasar un humilde ermitaño en el que nadie reparó, quizás por la sencillez de su túnica.
Al ver la puerta abierta, el anacoreta se adentró y fue caminando hasta el comedor en donde vio casi todos los puestos ocupados menos los de la cabecera. Y hacia allí se dirigió, sentándose sin más. El maestro de ceremonias se acercó indignado y le espetó:
- ¿Quién eres tú? ¿Acaso tú eres más importante que el Primer Ministro?
- Mi rango es superior que el suyo, -respondió-.
- ¡No me lo puedo creer! ¿Te consideras más importante que el Gran Visir?
- ¿Cómo te lo diría? Mi rango es todavía muy superior.
- ¡Me va a dar algo! ¡Este hombre no sabe nada de nada! Es un ignorante que se cree superior al mismo Emperador.
- Así es, en efecto. En el escalafón que tú utilizas y que te ocasiona tantos quebrantos, mi rango es muy superior al del mismo Emperador, Conductor de los creyentes.
- ¡Las sales! ¡Las sales porque me voy a desmayar! Por encima del Emir de los Creyentes sólo está el mismísimo Alá. Por encima del Cual no existe nada. ¡Has entendido? ¡Nada!
- Ahora lo has descubierto. ¡Mira que eres corto, chambelán! Ahora ya puedes estar tranquilo y dejar de molestarme. Nada, esa es mi identidad.
 

José Carlos Gª Fajardo

Retazos de la Luna azul 037: Sorpresa en los baños

Cuando llegaron al monasterio, el Abad les propuso que tomaran un baño caliente y que cenaran tranquilamente lo que les había preparado el cocinero.
- “A veces, lo mejor es descansar”, - les dijo con una sonrisa a los tres, pues sabía que conocían la famosa máxima Zen.
- Así lo haremos, Abad, - respondió el Maestro -, la última etapa ha sido dura para mi espalda. En lugar de la meditación de la tarde, nos daremos un buen baño de vapor y de hierbas aromáticas.
Sergei acompañó al monje de los establos con las mulas y el pollino mientras Ting Chang se acercaba a dejar las alforjas en sus cabañas. El Maestro hizo entrega al monje farmacéutico de las preciosas hierbas que les habían dado para su botica mientras les hacía algunas recomendaciones que le habían hecho en el monasterio de la montaña.
Una vez relajados en el baño de maderas olorosas, y después de que monjes expertos les hubieran hecho unos estiramientos, se sentaron para relajarse en la estancia de aguas tibias aromatizadas con aceites que ardían en pequeños pebeteros.
- Nos tratan como a reyes – comentó el Maestro – pero no sé por qué me parece que el Abad tiene algo que decirnos y se está reservando para mañana.
- Conociendo al Abad, Maestro, - comentó sin miramientos Sergei, - es que algo le va a pedir, y por eso lo regala de esta manera.
- ¿Y por qué nos regala también a nosotros? – comentó con los ojos entornados Ting Chang -. En Japón, es costumbre que los discípulos aventajados compartan el baño con el Maestro...
- Que no es el caso, digo por lo de “aventajados” - apostilló la liebre de las estepas.
- Déjame seguir, Sergei, - prosiguió el noble doctor algo ensimismado -. No sé por qué, la actitud del Abad, me recordó a la mantenida conmigo el día de mi llegada.
- ¿Qué piensas, noble Ting Chang? – preguntó con amabilidad el Maestro que ya había sido advertido por el Abad en un aparte.
- Venerable Señor, fueron muchos años viviendo a la sombra de mi padre como para no detectar el rumor de su influencia.
- ¡Ejem! Si me permitís, Nobles señores – dijo casi en un susurro Sergei -, cuando fui a los establos acompañando al mozo con las caballerías, en el suelo de la entrada vi huellas de ruedas de un gran coche.
- Entonces, - intervino el Maestro -, le preguntaste a los monjes quién había llegado, ¿no es cierto Sergei?
- Bueno, Luz del Otoño, lo cierto es que han llegado dos grandes coches escoltando a uno más grande.
- ¿Y no se parecerían, por casualidad, a los que trajeron tantos víveres para el monasterio días antes de mi llegada? – preguntó, ya desarmado, Ting Chang, el hijo de uno de los hombres más poderosos de Shangai -.
- Noble señor, - dijo Sergei postrándose ante el médico con lágrimas en los ojos -. Al parecer, vienen a buscarte.
El Maestro palmeteó con sus manos y con una gran sonrisa les dijo, levantándose con toda dignidad:
- ¡Estamos en las manos del Cielo y nada sucederá superior a nuestras fuerzas! Cuando comer, comer. Ahora, vamos a cenar con toda la serenidad del mundo. Hoy es siempre, todavía.
- Venerado Maestro, - dijo Ting Chang - vine para ponerme en tus manos. Te haría ofensa y sería injusto con el Cielo si no demostrase que algo he aprendido a tu lado. Pasemos a cenar y, si lo permites, mándale a Sergei que traiga una garrafa del buen vino de los monjes de la montaña.
- ¡Ya le había dado dos al monje encargado del comedor para que las pusiera a refrescar! – dijo entre risas Sergei echándose cubos de agua fresca por encima -.
- ¡Condenado rapaz que oye crecer la hierba!
 

José Carlos Gª Fajardo

 

Retazos de la Luna Azul 036: Un Buda borracho

Las gentes sencillas del camino se inclinaban al paso de la comitiva formada por las tres mulas y por un pequeño asno cargado con fardos. Contenían hierbas seleccionadas por los monjes de la montaña para que los monjes del otro monasterio pudieran hacer medicamentos para los enfermos del lugar. Existía la tradición en los monasterios de todas las confesiones religiosas del mundo de mantener bien provista una botica con monjes expertos en remedios terapéuticos. Quizás no sea otro el origen de la medicina que la práctica de los curadores, de los chamanes y de las gentes en contacto con la naturaleza y con el mundo de los espíritus. Cuando todo se quiso reducir a un reduccionismo mecánico, se rompió la unidad del ser humano y de su inserción holística en la naturaleza. El Maestro admiraba mucho la labor de los alquimistas y de los expertos en el manejo de las hierbas medicinales en relación con los humores cambiantes de las personas. A veces, se acercaba a la vieja farmacia del monasterio para charlar con el sabio alquimista que la regentaba. Sergei venía en la cola arrastrando del ramal al asno que les había regalado y el Abad y del que él ya pensaba incautarse “para hacer recados” en el pueblo. Durante uno de los descansos de la comitiva, Sergei preguntó al Maestro:
- ¿Cómo era la historia del Buda borracho? ¿Bebía tanto el Buda?
- No, Sergei, con el nombre de Buda se designan a las personas que han alcanzado la iluminación, pues ese es el significado del la palabra “buda”. Así, ha habido muchos “Budas” entre las personas que han seguido el Camino. Uno de esos Maestros se llamaba Suiwo y fue un personaje casi mítico al que se le achacan más historias que las vividas por él.
- Maestro, – intervino Ting Chang -, a mí siempre me ha parecido un personaje inmensamente libre y divertido, aunque preocupante para no pocos abades ortodoxos.
- ¿Por qué?, - preguntó Sergei que intuía una historia apasionante.
- ¡Pues imagínate lo que sería un monasterio en el que todos imitasen al Maestro Suiwo! Y eso que él fue el Maestro sucesor del gran Hakuin al frente de su monasterio por el que pasaron y se formaron otros famosos Maestros, como Torei, Daikyu y Reigen.
- ¡Cuente, Maestro, cuente!, - dijo Sergei acercándoles unas tazas de té caliente alegradas con un poco del vino de arroz que les habían regalado en el monasterio.
- Suiwo conoció a Hakuin cuando ya tenía treinta años y el Maestro percibió en él un espíritu excepcional y le animó a desarrollar sus potencialidades. Suiwo siguió sus enseñanzas durante más de veinte años pero era un tipo excéntrico y extravagante. Vivía a diez leguas del monasterio que recorría a diario para escuchar las enseñanzas del Maestro. Muy aficionado al vino de arroz, comía cuanto le ponían delante. Se echaba a dormir donde le apretaba el sueño y tenía una fortaleza nada común. Era hermoso y fue amado pero Suiwo era incapaz de atarse a nada ni a nadie. Hasta que enfermó el Maestro Hakuin, y Suiwo se fue al monasterio para cuidarlo hasta su muerte. Entonces, todos se pasmaron de que el Maestro le hubiera entregado a él el manto, el cuento y el bastón símbolos de la transmisión.
- ¿Y se quedó a vivir en el monasterio?
- Bueno, como había otro monje llamado Torei que también había alcanzado la iluminación, Suiwo le enviaba a todos cuantos llegaban para estudiar Zen. El problema es que nadie como Suiwo era capaz de comentar a los clásicos y, cuando él hablaba, tenía audiencias de hasta trescientas personas. El caso es que los demás Maestros le suplicaron insistentemente para que se ocupase de la formación de los monjes en el monasterio. Suiwo ya tenía cincuenta y ocho años cuando pronunció el increíble discurso de las Cinco casas del Zen que, desde entonces, se ha convertido en un clásico. Al final de sus días llego a congregar a más de setecientas personas para escucharle. Él les decía: “En contra de lo que dijo un clásico, de que es mejor estar demasiado relajado que demasiado apasionado, yo creo que es preferible estar demasiado apasionado que demasiado relajado. ¿De qué vale vivir de la fraseología recitando textos sagrados? Hay que vivir a tope”.
- Claro, con una personalidad tan extraordinaria como la suya – comentó reflexivo Ting Chang-, hiciera lo que hiciese habitaba en la perfección.
- El caso es que, cuando estaba en su lecho de muerte, no admitiendo más medicamentos que vino caliente bien especiado, los monjes le pidieron un poema de despedida, de acuerdo con la tradición. Suiwo tomó un pincel y escribió muerto de risa:
o “He estado burlándome
o de Budas y Maestros Zen
o durante sesenta y tres años.
o En cuanto a mi epitafio,
o ¿Qué? ¿Qué?
o ¡Kaa!”
Y después de una sonora carcajada, cerró los ojos y expiró.
 

José Carlos Gª Fajardo

 

 

Retazos de la Luna azul 034: Desapego

Permanecieron durante unos días en aquel monasterio tan bien asentado en la ladera de la montaña. Ricas aguas, buenos vientos y la orientación correcta que permitía protegerse de las inclemencias del invierno y aprovechar el sol en primavera y en otoño.
Más de un centenar de monjes trabajaban las tierras y desarrollaban una vida de comunidad que les hacía autosuficientes. Tejían, hilaban, curtían y encuadernaban, al tiempo que preparaban fórmulas tradicionales con las hierbas de los alrededores. Sus medicamentos eran muy apreciados en la Corte de Pekín.
El Abad pidió al Maestro que se detuviese unos días para comentarles las paramitas, o camino de perfección: dar, disciplina, paciencia, energía, meditación y percepción interna.
El Maestro se ocupó en comentarles las tres clases de dar, según el budismo tradicional: dar ayuda material, dar seguridad y dar educación. Pero, en la noche, antes del gran silencio, se explayaba en la suprema forma de dar, en el no-apego.
- Maestro, - le dijo un día Ting Chang, que disfrutaba con ese improvisado retiro -, me da una gran paz que no insistas tanto en la muerte de los deseos como en el no apego a los mismos.
- Es que sin deseos no puede haber vida, - respondió el Maestro -. Una vez más, se ha desorbitado el pensamiento del Buda por seguidores incapaces de asumir la contradicción que nos sostiene vivos.
- El no-apego supone aceptar nuestra realidad sin asombrarnos por nuestros fallos.
- ¿Qué fallos, Ting Chang, amigo? Así denominan a lo que no concuerda con las normas establecidas para mantener estructuras de poder que les protege del miedo a dejar de ser, del miedo a la muerte. Pero también debemos cuidarnos de no apegarnos ni al desapego. Recordadme que os cuente un día la historia de Suiwo, un Buda borracho.
- Entonces, - intervino Sergei -, ¿por qué me siento culpable cuando me escapo para visitar a la viuda de Nanking y a beberme su rotundo vino?
- Por eso, Sergei, porque te escapas.
 

José Carlos Gª Fajardo


 

Retazos de la Luna Azul 033: Vino caliente y especiado

Cuando llegaron al monasterio, ya bien entrada la noche, un monje salió a su encuentro y, después de saludarlos y de ayudarles a bajar sus alforjas, los condujo al interior para que se refrescaran y pudieran tomar tranquilos la cena que les había preparado.
A continuación, condujo las caballerías a las cuadras y les echó abundante pienso, después de haberlas llevado al abrevadero para que se regodeasen lamiendo una gran piedra de sal.
Cuando hubo terminado con las mulas, se cambió de túnica y acompañó a los huéspedes a sus aposentos, llevándoles unas jarritas de vino caliente especiado con canela.
Sergei estaba maravillado del silencio que reinaba, pero también se preguntaba cómo no habría salido el abad a recibir al Maestro, sabiendo que llegaría esa noche.
El Maestro que permanecía en silencio mientras saboreaba el rico vino le dijo a Sergei:
- ¿Por qué no disfrutas sin más de los bienes que nos han preparado los monjes?
- Bueno, Apacible señor, es que no siempre llega un Maestro a un monasterio.
- Escucha, Sergei. El venerable místico sufí Jalal Ud Din Rumí escribió en sus Rubayats, en los que ensalza la sabiduría, el amor y el buen vino “Una mano que está siempre abierta o siempre cerrada es una mano paralizada. Un pájaro que no puede abrir y cerrar sus alas, no podrá volar”.
- Maestro, no te comprendo.
- Vamos a descansar, liebre de las estepas.
A la mañana siguiente, cuando Ting Chang y Sergei se despertaron, se dirigieron a la sala de meditación en donde el Maestro estaba sentado en medio de un centenar de monjes. Al dirigirse ante el altar en dónde ardían las candelas y se quemaba el incienso, se inclinaron, ante la imagen de Buda y después ante la comunidad, para hacerlo finalmente ante el Abad que les presidía revestido de sus ornamentos litúrgicos. Ting Chang casi no puedo reprimir una sonrisa mientras se postraba ante el humilde monje que les había recibido en la noche y que se había hecho cargo de las mulas. De Sergei, no sabemos nada.
 

José Carlos Gª Fajardo

Retazos de la Luna Azul 032: La paloma de Tamerlán

Ya habían aparejado las mulas y se disponían a montar para llegar a tiempo de hacer noche en un monasterio del valle cuando Sergei, se inclina ante le Maestro y le dice.
- Sé que soy torpe, Venerable Anciano, pero no entiendo cómo el santo ermitaño a quién tanto admirabas pudo dejar tan confundidos a sus discípulos. Les hizo una auténtica faena diciéndoles que, si tanto lo amaban, por qué no se animaba alguno a acompañarle ¡al otro mundo!
- Escucha, Sergei, liebre asustada. Al Mulá Nasrudín le encomendó el emperador Tamerlán un ministerio en su Gobierno, ya que tanta sabiduría mostraba que desconcertaba a los demás visires. Entonces, mientras Nasrudín paseaba muy ufano por los espléndidos salones del diwán, vio por primera vez en su vida un halcón real. Nasrudín se asombró hechizado por la mirada de aquella especie de paloma. Así que, agarró unas buenas tijeras y le cortó al halcón las alas, las garras y el pico.
- ¡No es posible que hiciera eso!
- El Mulá dio la razón muy satisfecho “Ajajá, así ya estás como es debido. Que malos cuidadores has tenido hasta ahora. ¡Menos mal que el Emperador me ha nombrado visir en su diwán!”
- Maestro, tú mismo nos has dicho que la mayor parte de las historias atribuidas al Mulá Nasrudín, o a Afanti o Joha, se las inventaban los maestros sufís para conmover a sus discípulos pero que no habían sucedido en verdad.
- ¿En verdad? No es otra cosa lo que hacen muchos dirigentes de religiones, ideologías y humanas invenciones con quienes se acercan a ellos. Son incapaces de escuchar y de aprender de otras personas que proceden de experiencias distintas. Los sacas de su mundo y se asfixian.
- ¡Ahora lo entiendo, Maestro! El ermitaño quiso gastarles una broma.
- Sergei, - intervino con dulzura el fornido médico Ting Chang -, no hay que buscar explicación a todas las cosas, sino vivirlas y ya está.
- Pues buena cosa me dice el médico. Me cuidaré de no caer en tus manos pues me contemplarás enfermo y ya está.
- Sergei, - exclamó riéndose el noble amigo -, ¿has visto mejor manera de acompañar a alguien que asumiendo su camino? Eso quiso decirles el ermitaño. Lo mismo que Buda expresó a sus discípulos poco antes de morir: “¡No cejéis en la meditación!” Si los discípulos amaban tanto a su maestro la única manera de acompañarle era siguiendo su camino.
- Ahora sí que lo veo.
- Ya. Y en cuanto a que no me querrás a tu lado cuando estés enfermo, cuídate de que no te toque un matasanos que no sepa respetar las exigencias de la propia naturaleza, para acompañarla en su proceso.
 

José Carlos Gª Fajardo

Retazos de la Luna azul 031: Emborracharse leyendo

Regresaban de la montaña después de haber incinerado al anciano eremita y aventado sus cenizas a los cuatro puntos cardinales. Mientras estaban sentados bajo un espléndido castaño saboreando unas manzanas que les había regalado un niño para el camino, Sergei se dirigió al Maestro:
- Venerable señor, ¿cómo puedes ir tan tranquilo después de lo que ha sucedido?
- ¿Y qué ha sucedido, Sergei, como para que pueda sentirme intranquilo? Un día, le preguntaron al maestro sufí Uwais, “¿De dónde sacas la energía que te anima?” “Quizás de que, cuando me despierto por las mañanas, no me siento seguro de vivir hasta la noche” “ Pero, Maestro, ¿acaso eso no lo saben todos los hombres?” “Por supuesto que lo saben, pero no todos lo viven.”
- Maestro, siempre me respondes con historias pero no me explicas su significado.
- Pásame esa manzana, Sergei.
- ¿Esta, Maestro? Pero si la voy a comer y tú tienes un cesto delante de ti.
- Es para masticarla un poco y después dártela para que te la comas.
- No entiendo.
- Ay, Sergei, ¿has visto a alguien que se emborrachara comprendiendo el significado de la palabra vino?
 

José Carlos Gª Fajardo

Retazos de la Luna azul 030: Invitación consecuente

Hacía unos días que estaban acampados en las cabañas cercanas a la ermita del anciano sabio. Durante años, algunos monjes de diferentas monasterios habían subido  para hacer retiros de gran silencio en compañía del venerable ermitaño. Pero, poco a poco, se fueron marchando. Al extenderse la noticia de que el Iluminado estaba llegando al final de su camino, volvieron a acompañarlo discípulos de los más diversos lugares. El anciano ya casi no hablaba pero a todos impresionaba la serenidad de su semblante. Nuestro Maestro lo acompañaba en silencio y entre ambos se había establecido una comunicación que no precisaba de palabras.
Ting Chang, lo había reconocido con gran delicadeza para confirmar que aquella luz se acercaba a su fin. El ermitaño sonrió en cuanto vio al noble médico y dirigió una mirada de complicidad al Maestro, dejándose hacer. Éste acomodó su vida a la del anciano transformado su estancia en un periodo de descanso que Sergei trataba de mantener evitando las molestias de los monjes que acudían.
En torno a la humilde cabaña del anciano se organizó una vida natural de meditación y de tranquilos quehaceres que el Maestro había establecido, y que no fue difícil porque todos estaban habituados a una vida semejante. Al caer de la tarde, se sentaban en círculo a la puerta de la ermita donde reposaba el hombre santo. Una tarde, salió el Maestro y les anunció que iban a trasladar al anciano al porche ya que quería despedirse de ellos.
Ting Chang transportó en sus poderosos brazos la yacija donde reposaba el Venerable que abrió los ojos y les sonrió llenando el ambiente de una paz inmensa. Todos se postraron al unísono y algunos lloraban.
Ante esto, el Santo les dijo:
- Agradezco vuestra compañía y sé que estáis tristes por la necesaria separación. Pero deberíais alegraros pues sólo abandonaré este viejo fardo en el que ha vivido envuelto mi ser. Pero os veo tan tristes que no sé si habré acertado en las enseñanzas que os transmití ni en el ejemplo que recibisteis.
- Hombre Santo, duele el separarse aunque regresas a la morada que a todos nos aguarda. Será más duro caminar sin tu presencia, - dijo uno de los monjes que ocupaba el cargo de abad en un gran monasterio.
- Eso tiene fácil solución. Puesto que todo es efímero y aquí no estamos más que de paso, he pedido al Maestro que permita aflorar sus poderes por un día y hacer que me acompañen en este último viaje los que de vosotros, tan fieles siempre, lo deseéis.
Se produjo un inmenso silencio. Ting Chang refrescó la boca del anciano mientras Sergei se deslizaba hacia el final de la asamblea, movido por una súbita necesidad. Al Maestro se le iluminó la mirada con esa picardía de los grandes momentos pero no hizo gesto alguno. El sol se ponía, el silencio era absoluto, los pájaros habían cesado en sus trinos. Ni las mulas triscaban la hierba.
El viejo anciano abrió los ojos de nuevo, extendió una comprensiva mirada y se sumió en una profunda meditación mientras esbozaba la sonrisa definitiva.
 

José Carlos Gª Fajardo

Retazos de la Luna azul 029: A lomos de mula

El otoño había llegado a la región y el Maestro iba feliz sobre su mula contemplando los arces dorados, los estanques de lotos azules, las veredas en las que apuntaban los acebos que florecerían en rojo durante el invierno. El ritmo de su cabalgadura le hacía mover la cabeza y a sus acompañantes les parecía que iba saludando a las plantas y a las ardillas y a los cuervos y a todo lo que les salía al encuentro. Porque ésta era una de las claves de su enseñanza:
- La paz se manifiesta cuando no tienes que ir a por las cosas sino que estas salen al encuentro. A eso llaman en Occidente contemplación, dejarse impregnar, invadir, hasta saberse uno con todo lo que existe. No hay que “ir allí” ni “permanecer aquí”, sino simplemente respirar y hacer lo que tienes que hacer, esto es, lo que quieras.
- ¡Maestro! Dicho así parece muy fácil pero si no tenemos que ir a la montaña ni ésta va a bajar hasta nosotros, ¿cómo podríamos visitar a tu Maestro? -, preguntó Sergei que se agarraba con las dos manos al arzón de su cabalgadura -.
- La clave está en no “tener que”, sino en hacer lo que sea y donde sea porque sí. El que pretende hacer el bien, ya recibió su recompensa.
- Entonces, ¿no es lícito querer hacer el bien?
- Mejor es hacerlo. Eso es lo que respondió el primer patriarca al Emperador de China cuando éste le exponía las buenas obras que hacía. “¿No es esto virtuoso? ¿Acaso no tienen mérito mis acciones, Venerado Maestro? - le preguntó el Emperador” “¡No!, Hijo del Cielo, - respondió Bodidarma -, porque buscas el mérito en tus acciones”.
- ¿Pero no decías, Maestro, que la felicidad consiste en hacer lo que uno quiere?
- No dije tal cosa, sino en poder hacer lo que uno quiere. Y el único camino que conozco es querer lo que uno hace.
- ¡Cuánto hubiera dado Xavier por cabalgar por las montañas de estas tierras que sólo avizoró desde Japón! , - dijo alegre Ting Chan.
- ¿A qué viene ahora evocar a quien pretendía cambiar nuestro modo de vida? –preguntó Sergei.
- Eso es lo que pretendía desde su cosmovisión pero estoy seguro de que, en cuanto llegara aquí y descubriera el Camino del Tao, el Budismo y el Chan en el que ya por entonces había evolucionado, sin duda que lo hubiera abrazado.
- ¿Cómo estás tan seguro, Noble Ting Chang?
- Porque un hombre que afirmó que “la virtud más eminente es hacer sencillamente lo que tenemos que hacer”, ya vivía en el Tao,- respondió con una amplia sonrisa el médico mientras el Maestro los miraba con profunda complacencia.
 

José Carlos Gª Fajardo

Retazos 028: Todo es más simple (o La rata cartesiana)

Estaban aparejando los arreos de las cabalgaduras porque ese fin de semana el Maestro los iba a llevar a visitar a un viejo amigo monje que se encontraba enfermo en un eremo de la montaña.
- Largo es el camino, Maestro, - dijo Sergei mientras ajustaba las cinchas de su mula.
- Largo, en verdad, Sergei.
- Hubieran podido hacerse las cosas más sencillas.
- Hubiera podido ser, pero ¿cómo de sencillas?
- No sé, no tener que trabajar ni que madrugar ni que luchar para procurarse las cosas.
- Ni para enfrentarse a las propias contradicciones, ¿no es eso?
- Bueno, algo así.
- Escucha, Sergei, estaba una rata a la orilla de un río empeñada en que el elefante, que se daba plácidamente su baño, saliese del agua. Pero el elefante estaba disfrutando y se negaba a salir. “¡Te digo que salgas! ¿Me has escuchado?” “¿Cómo no oírte con esos gritos? ¿Para qué quieres que salga si te puedo escuchar desde el agua?” “Te lo diré cuando hayas salido. Es muy importante, ¿me entiendes?” En fin, que la rata no cejaba en su empeño y el elefante, inmenso y tranquilo, salió del agua y se plantó delante de la rata que lo miró decepcionada. “¡Quería saber si te habías puesto mi traje de baño!”
- ¡No me lo puedo creer! – exclamó Sergei entre risas. Esa rata estaba loca.
- ¿Esa rata, Sergei? ¿No es así como razonan muchas personas que se tienen por cuerdas?
- Caramba, Maestro, ahí sí que me has dado. ¡Voy servido!


José Carlos Gª Fajardo

 

 

Retazos 027: Obediencia ciega

- En las grandes ciudades parecen tratar a la gente como si fueran discapacitados profundos, - dijo el Maestro mientras ayudaba a limpiar unas carpas que le habían enviado desde la cocina. Un día, cuando el Mulá se puso a trabajar en aquellos grandes almacenes para poder pagar sus deudas del juego, se presentó al trabajo y su jefe le echó una buena bronca “¿Pero qué pasa ahora? ¿Qué he hecho mal?” - preguntó Nasrudín. “¿Y todavía tiene el rostro de preguntármelo?” – respondió furioso el dueño del almacén. “No veo la razón de su enfado, - respondió tranquilo el Mulá -, y, si me lo permite, le diré que eso de alterarse no es nada bueno para la salud. Sobre todo a sus años”. “¿Cómo que a mis años ni qué niño muerto? ¿Cómo ha desaparecido de su puesto de trabajo ¡durante tres semanas sin permiso!?” “¿Cómo que sin permiso? “ – repuso lleno de razón Nasrudín – Yo vine a su despacho para pedirle tres semanas de vacaciones para ir a comprar un burro a mi pueblo, que ahora es buena época. Usted no estaba y, entonces vi colgado en su puerta un gran cartel que decía “¡No pregunte! ¡Hágalo usted mismo!! Y claro, ¿qué iba a hacer? Pues obedecí, y ya está. ¿No ve como todo está claro?” Y sin inmutarse, cogió su caja de herramientas y siguió adelante.

José Carlos Gª Fajardo

 

Retazos de la Luna Azul 026: Hay que fijarse

La primera vez que el Mulá Nasrudín vio un minarete en una mezquita fue cuando su padre lo llevó desde su pueblo a Basora. El niño, al ver al almuédano llamando a la oración desde los cuatro puntos cardinales del alminar, se acercó a la base y le gritó al almuédano “¿Por qué se subió a un árbol tan liso que ahora no sabe cómo bajar? ¡Hay que fijarse,! dice mi padre, y tiene mucha razón”

José Carlos Gª Fajardo

Retazos de la Luna Azul 025: Para ser exactos

(Por favor, no tratéis de comprenderlo. Los cuentos son asi, llenos de sabiduría... la de lsolocos, la de los niños, la de los limpios de corazón. Nesemu)

Ya se acercaban los tiempos serenos del otoño y el Maestro hablaba de subir a la montaña para visitar al anciano sabio que tanto le había ayudado en su formación y crecimiento. Quería hacerlo antes de que bajasen las nieves, y Sergei intuyó algo porque lo encontró una mañana reparando un viejo reloj de viento.
- Maestro, ¿vamos a viajar a algún sitio?, - preguntó ante la mirada atenta de Ting Chang que revisaba la pata de un ave herida.
- ¿Vamos?, – preguntó sin volver la cara el Maestro.
- ¿No creerás que vamos a dejarte viajar solo? Nosotros te acompañaremos para atenderte y no molestaremos nada durante tu encuentro con tu Maestro.
- Sergei, eres un poco más resabiado que el asno del Mulá. Cada cosa tiene su tiempo y tú no deberías andar escuchando mis conversaciones con el Abad.
- ¡Maestro, si yo sólo andaba por allí atento a tus necesidades! Por supuesto que no hay que preocuparse. Como tú dices, el tiempo no existe, lo hacemos y para medirlo existen los relojes.
- Ay, Sergei, Sergei, ¡tan cerca y tan lejos! -, respondió con afecto el Maestro -. A propósito de relojes. El del Mulá nunca daba la hora exacta y su amigo Wali le dijo un día “Mulá, ¿para qué te sirve tu reloj si nunca funciona bien? Deberías hacer cualquier cosa con él, mejor que tenerlo así". El Mulá lo escuchó en silencio. Después, cogió un martillo y golpeó con fuerza el reloj patatero que le había regalado su abuelo. “¡Ya está! Ahora ya está parado y no fallará”. “Pero, ¿cómo eres capaz de decir que ahora dará mejor la hora? Mulá, ¡no hay quien te entienda!”. “Escucha, Wali, antes nunca daba bien la hora. Ahora la dará exacta, al menos, dos veces al día. ¿Estás contento?”
 

José Carlos Gª Fajardo

 

Retazos 024: Demasiada fiebre

Ya alumbraban los membrillos sin que todavía hubieran terminado la vendimia y en el monasterio había una gran actividad para asegurarse el invierno, como las hormigas. También el tiempo de la recogida de los monjes vagabundos hacia sus lugares de descanso. En muchos monasterios eran admitidos porque, al igual que las cigarras, alegraban los descansos en los días más cortos que se avecinaban. Cierto que a muchos Abades no les gustaban un pelo porque, entre algunos auténticos místicos Chan, taoístas o budistas, se ocultaban no pocos frescos que preferían vivir sin trabajar. Al Maestro le hacían mucha gracia porque eran auténticos portadores de novedades y de experiencias. Ya había alcanzado una edad en la que el orden y las reglas necesarias para la convivencia en una comunidad las tomaba con mucha libertad. Como los monjes giróvagos (así los denominaban en Occidente hasta el siglo V) conocían al Maestro de cuando había fundado el monasterio, procuraban visitarlo y contarle las más divertidas historias, mientras disfrutaban de su hospitalidad. Reales o inventadas, ¿qué más daba? Una de éstas fue la que les contó una tarde al regresar de arreglar el estanque de las carpas doradas.
- Esto te va a gustar, Ting Chang. En algunos países del Cuenco de Oro, el Mulá Joha practicaba como médico y tenía una gran fama.
- No me pondría yo en sus manos, Luz de dónde el Sol la toma, - lanzó una sergiada la liebre hambrienta de la estepa.
- ¿Y en las mías, sí? – le preguntó con algo de guasa Ting Chang.
- ¡Hombre, lo tuyo es distinto, Noble Señor! Aunque no me curara tu ciencia siempre podría decir que me habían atendido las manos de un príncipe.
- ¡Huy!, Maestro, andemos alerta porque Sergei está tramando algo, – dijo riéndose Ting Chang -.
- ¿Por qué, Nobles Señores? ¡Es que tengo mucha hambre! Estos trabajos... me matan.
- Ya llegamos, Sergei, pero piensa que del mucho cenar están las sepulturas llenas, - dijo el Maestro -.
- Pues del no cenar, ¿cómo estarán?
- Resulta que un amigo llamó al Mulá en mitad de la noche – prosiguió el Maestro para no reírse -. El Mulá le preguntó al mensajero que cuánta fiebre tenía el enfermo. Le respondió que debía estar a unos cincuenta grados centígrados. A lo que el Mulá resopló: “Entonces, no me necesita a mí sino a los bomberos”. Y se volvió a meter en la cama.

 

José Carlos Gª Fajardo

Retazos 023: Cuestión de culturas

Estaban removiendo la masa de higos cocidos en un gran perol de cobre que les había prestado el cocinero del monasterio para hacer la mermelada. Ting Chang, con mano de experto, iba vertiendo el jengibre y unas plantas algo ácidas que el Maestro había ido a buscar al río antes de amanecer.
- ¿Y por qué tienen que ser recogidas antes de que salga el sol? – preguntó Sergei -.
- Por la naturaleza propia de algunas plantas que experimentan una conmoción cuando reciben la luz. De ahí que algunas personas piensen que los sanadores y los conocedores de la botánica tienen algo de brujos porque salen a buscar ciertas plantas en las noches de luna llena o en cuarto menguante, o cuando no hay luna. Y otras es preciso recogerlas después de una gran lluvia, por primavera, mientras que otras especies requieren la estación seca. Ya ves. La ignorancia es muy atrevida y denominan brujos a quienes poseen una sabiduría experimentada y se guían por los ciclos de la naturaleza.
- Maestro, me habías pedido que te recordase lo que le había sucedido al Mulá Nasrudín en Bombay.
- Fue al Mulá Joha, al menos así lo registran las crónicas. Resulta que el Mulá había ido de viaje a India, desde Afganistán camino de Anatolia.
- Sí que viajaban estos Mulás, Noble señor.
- Se trata de viajes especiales, Sergei. Son metáforas de la vida que jamás se detiene. Salvo en el caso de aquel estudiante que había terminado sus estudios “completamente” ¿recuerdas?
- Sí, por eso creo que deberíamos de emprender algún viaje.
- Sergei, escucha. Fue durante la dominación inglesa en India. El Mulá tenía que trabajar para ganarse la vida y empujaba un carro de largas varas para llevar estiércol de un lugar al otro de la ciudad. Como las calles estaban tan llenas de gente, al Mulá no se ocurrió otra cosa que ir pregonando “¡Cuidado con sus culos! ¡Ábranse! ¡Aparten sus culos!” Y cosas por el estilo, lo cual sentaba muy mal a los ingleses. Así que lo consultó con su amigo Wali que le dijo muy serio. “Mulá, ¿no te das cuenta de que los ingleses son muy refinados y que tu lenguaje ofende su pudor victoriano?” El Mulá le escuchó en silencio y cambió de técnica. Pero le falló y, al cabo de unos días se volvió a encontrar con Wali y le espetó “Wali, ¡eres un asno!” “¿Por qué?”, le respondió éste. “Porque, siguiendo tu consejo, cambié por una expresión más culta y no funcionó en absoluto. Casi me aporrearon”. “¿Qué les decías para que se apartaran?” “Pues algo muy culto ‘¡Shakespeare!’ ‘¡Aquí va Shakespeare! Parece que les molestó bastante. ¿Quién puede entender a los ingleses?”

Retazos de la Luna azul 022: Higos carmesíes

Con los últimos calores de septiembre el Maestro los animaba a recoger higos carmesíes, muy propios de aquella región de China. No se trataba de brevas, que allí también brotan más tarde, si no de higos redondos que destilaban almíbares disputados por las abejas.
Así, cada tarde, al regresar de la charla del Maestro a los monjes del monasterio, los tres se arremangaban sus túnicas, ataban sus mangas con una cinta y se echaban a la espalda cestos de mimbre que habían tejido durante el verano. Salían del recinto del monasterio apoyados en largos cayados y, cubiertos con sombreros cónicos de fina rafia, seguían los senderos menos frecuentados para no coger los frutos fáciles que estaban al alcance de los aldeanos.
Una tarde, cuando regresaban cargados y cansados, a Sergei no se le ocurrió otra cosa que gritar “¡Paso! ¡Abran paso!” a una comitiva de paisanos que se dirigían a enterrar a un familiar. El Maestro depositó su cesto en el suelo. Soltó sus mangas y los bajos de su túnica, saludó al cortejo y los acompañó con salmodias y cantos hasta el lugar del sepelio. Con toda la calma del mundo, saludó a los familiares y después regresó para recoger su cesto y dirigirse en silencio al monasterio.
- Alma noble, - musitó Sergei -, lo siento. Pensé que deberíamos estar en el monasterio para la hora de la meditación.
- ¿Y qué hemos estado haciendo, alma de Dios, qué hemos estado haciendo durante todo el paseo? ¿No crees que acompañar en su duelo a una familia es tan importante como sentarse en silencio en la ribera del río?
- A mí me parece que es más.
- Tampoco, Sergei, tampoco es eso. En la dimensión auténtica el más y el menos no existen. Nos organizamos con algunas reglas para facilitar la convivencia. Eso es todo. Las reglas, los horarios y los supuestos deberes ceden ante la hermosura de vivir con espontaneidad y sencillez.
- ¿Para qué existen, entonces, las reglas, Maestro?
- Por causa de aquellos que creen que no son necesarias. Recuérdame mañana que te cuente una historia que le sucedió al Mulá cuando estuvo en Bombay.
 

José Carlos Gª Fajardo

 

Retazos de la Luna azul 021: Otoño en el estanque

Cuando regresaban del monasterio por el hermoso sendero ornado de rododendros fucsias, después de la charla del Maestro a los monjes, uno de éstos, con aspecto algo atormentado, se echó a los pies del Maestro y le preguntó sin atreverse a alzar su rostro “¡Maestro!, ¿cuándo llegará el fin del mundo?” El Maestro lo alzó con enorme ternura, lo arropó entre sus brazos y le hizo volverse hacia los sauces que se extendían hasta el río.
- ¡Mira!” -, le dijo mansamente -. Mira a tu alrededor y contempla la infinita sucesión de vida que alberga este jardín, paradigma de nuestra existencia. Llegará el otoño y parecerá que los arces pierden su belleza, que las vides se retuercen después de habernos entregado sus frutos, que hasta los bambúes pierden hojas que se pudrirán transformadas en mantillo vivificador. Mira, hermano, mira el fin del mundo en cada día y a cada instante. Nada muere, todo se transforma. Lo que parece muerte no es más que un aspecto, un estadio, una dimensión de la vida. Mira tu piel, siente tus pulsos, no hay en ti una sola célula que haya estado en el vientre de tu madre. Todo se mueve, todo danza, todo vibra. No hay muerte como fin absoluto sino transformación perenne.
El joven monje rompió a llorar y el Maestro se lo entregó a Ting Chang, al médico amigo y taumaturgo. Cuando, al atardecer, caminaban los tres por el sendero hacia el estanque de las carpas, el Maestro preguntó al noble Ting Chang.
- ¿Qué le has recetado, sanador de enfermos?
- Que practique taichí chuang con el buen maestro Teng Siao, que habita en este monasterio. Que coma mejor y que procure dormir bien por las noches con una infusión de tila y mejorana.
- ¡Que se divierta! En el auténtico sentido de la expresión. Que gire y se transforme. Que se deje convertir... No es fácil encontrar remedio a los problemas de la mente precisamente en un monasterio – comentó el Maestro mientras arreglaba un recoveco del estanque para facilitar el invierno a las carpas doradas.
- ¡Menuda terapia! – exclamó Sergei -. Algo así también me convendría a mí. No le haría ascos.
- Ay, Sergei, - le dijo el Maestro -. Si tú me hubieras preguntado que cuándo será el fin del mundo, te respondería con las palabras que el Mulá le dijo a otro atormentado.
- ¿Qué le dijo, Maestro?
- Pues que a cual fin del mundo, se refería.
- ¿Cómo? ¿Es que hay varios? – cayó en la trampa el inconstante Sergei que tanta paciencia ejercitaba en el Maestro, pero que también tanto le divertía-.
- “Mira, - le respondió el Mulá a su interlocutor-. Si muere mi mujer, se producirá el menor fin del mundo; pero si muero yo, ¡ese será el mayor fin del mundo!” Le dio un bastonazo al preguntador y se marchó al trote de su burro dando rienda suelta a sus estrepitosas carcajadas.
En ese momento, el comedido y noble Ting Chang no pudo contener las suyas y sostener la roca que tenía entre los brazos y allá se fue, al fondo del estanque, agarrado a ella. El Maestro lo contempló riendo y exclamó solemne: - ¡Ahora sí que ha dado comienzo el Otoño!

José Carlos Gª Fajardo

 

Retazos de la Luna azul 020: Arces rojos de septiembre

 Maestro, ¿cuándo se termina de estudiar? – preguntó Sergei mientras caminaban por el sendero de los arces rojos en aquel espléndido atardecer que anuncia el otoño -.
- Escucha, Sergei, ansioso por terminar cuando ni siquiera has comenzado: Un día, llegó una mujer a casa del Mulá Joha y le dijo muy complacida,“Venerable Mulá, mi hijo ha escrito desde la casa de la Sabiduría para decirme que ha terminado sus estudios completamente, ¿no es maravilloso?” “Pobre mujer, no te aflijas y muda tu duelo en plegarias para que Alá te envíe más hijos, porque este... se ha desperdiciado”.
- No entiendo, - respondió el siberiano mongolizado que seleccionaba hojas de arce amarillas mientras que Ting Chang recogía las de color caldero y el Maestro seleccionaba las cárdenas para hacer entre los tres una composición en la baranda después de la meditación-.
- Ting Chang, explícale a Sergei que el día en que un hombre cabal dé por concluidos sus estudios podrá apilar los troncos para su pira, ya que sus parientes preferirán envolverlo en un sudario blanco y enterrarlo mirando hacia el oeste.
 

José Carlos Gª Fajardo

 

 

Retazos de la Luna azul 019: El limosnero de Tamerlán

- Nadie podía creer que el Mulá fuera generoso, dijo el Maestro,  así que, cuando salía de la mezquita los viernes, y antes de regresar al palacio en dónde era huésped del emperador Tamerlán, le observaron tendiéndole una trampa.
- ¡Las pillaría todas! – dijo Sergei.
- No creas – respondió el Maestro -. El Mulá actuaba siempre con espontaneidad sin calcular las consecuencias de sus actos.
- Eso no parece muy religioso, - dijo Sergei.
- ¿Quién ha dicho que Nasrudín, Joha, Afanti, Diógenes o Sancho fueran religiosos? Una cosa es la religiosidad innata que puede tener toda persona que descubre en la inmanencia de todo cuanto existe la trascendencia que permite respirar plenamente, y otra muy distinta es practicar una religión concreta. Todo aquel que vive el eterno decubrimiento y el eterno crecimiento que brota de la admiración es religioso, lo crea o no lo crea. El que fuera Mulá no significaba más que pertenecía a una rama del Islam en la que se desenvolvía con gran libertad.
- Así, pues, al salir de la Gran Mezquita vio a un mendigo que le pedía limosna. “¡Ajajá! – le dijo el Mulá –. Seguro que tú eres uno de esos golfantes que piden por no trabajar, como muchos pícaros transeúntes” “Así es, Mulá misericordioso” “Y seguro que bebes vino, te vas a los baños a que te den masajes y te acuestas con mujeres” “¡Cómo lo has adivinado, Mulá, clemente!” “Claro, y seguro que ni compartes las limosnas con tu familia y hasta le pegas palos a tu mujer” “Así es, santo varón, así es” – respondió el mendigo -. “Bueno, - dijo el Mulá -, ¡toma para tus necesidades!”. Y le dio un soberano de oro de la bolsa de limosnas que le confiara el emperador Tamerlán.
- ¡Menuda extravagancia! – exclamó Sergei que ya se relamía pensando en las posibilidades de esta filosofía.
- Pues bien, - continuó el Maestro mientras proseguían el paseo por el sendero de Abril -, más adelante se topó con otro mendigo que le imploró diciendo “¡Ay, Mulá, clemente y misericordioso, que socorres a los humildes! ¡Apiádate de mí que observo la ley divina: no bebo, no fumo, no juego en las tabernas ni gasto el dinero en lujurias asquerosas! ¡Tampoco golpeo a mi mujer y voy cada viernes a la mezquita!”. El Mulá lo escuchó circunspecto. Lo miró. Reflexionó ante la expectación de la concurrencia y le dio una moneda de un cobre. “Pero, ¿cómo puede ser esto?” – exclamó el mendigo alzando los puños -. “Al golfo que peca y no observa la ley, le das una moneda de oro y a mí que soy piadoso me das un cobre ¿es esto justo?” “Tú ya estás satisfecho y a él le aguarda un largo camino” – respondió el Mulá, que aparejó su asno y se dirigió al palacio de Tamerlán.
- ¡Guau! – no pudo reprimirse Sergei, mientras Ting Chang y el joven monje se asombraban en silencio.

  José Carlos Gª Fajardo