Barriles de sangre: José I. Torreblanca
(Interesante artículo)
El petróleo es uno de los elementos centrales de nuestra forma de vida. Gracias a él, disfrutamos de unos niveles de bienestar inéditos en la historia de la humanidad. Teniendo en cuenta el rendimiento que obtenemos de cada barril de crudo, y dado el enorme poder adquisitivo de nuestras sociedades, aún a los precios actuales, el litro de gasolina sigue siendo un buen negocio para Occidente.
Pero el petróleo, que para nosotros es una bendición por la que estamos dispuestos a pagar casi cualquier precio, es a menudo para sus productores una maldición. Los economistas tienen identificados desde hace tiempo el sinnúmero de perjuicios que van asociados al descubrimiento de petróleo en un país: apreciación de la moneda, pérdida de competitividad exportadora, alta inflación y despilfarro de recursos públicos en proyectos tan grandes como inútiles. Como consecuencia de este conjunto de factores (conocidos como "enfermedad holandesa"), la mitad de los países productores de petróleo miembros de la OPEP son hoy más pobres que hace 30 años. Ejemplos como Canadá o Noruega, donde el petróleo se ha gestionado de manera eficaz, son la excepción a una desgraciada norma.
Para los países pobres o en vías de desarrollo, el oro negro puede suponer un drama aún mayor. Un reciente artículo de Michael L. Ross en la revista Foreign Affairs arroja un balance estremecedor: el petróleo tiende a reforzar las dictaduras; debilitar las democracias; incentivar la corrupción; alentar el separatismo y fomentar las guerras civiles. Casos como el de Guinea Ecuatorial ofrecen un buen ejemplo de hasta qué punto una tiranía pobre puede convertirse súbitamente en una cleptocracia inmune a la presión internacional.
Significativamente, hoy en día, un tercio de los conflictos bélicos del mundo tienen lugar en países productores de crudo. En ese sentido, el petróleo no se diferencia mucho de lo que significaron los diamantes en los años ochenta, cuando los seis grandes productores de África se vieron asolados por unos conflictos de inusitada crueldad. Por ello, el consumidor europeo, además de quejarse al llenar su depósito de combustible, hará bien en pensar en lo que se esconde detrás de cada preciado litro de gasolina.
¿Qué hacer para lograr que esa fortuna que dejamos en el surtidor al menos redunde en beneficio de la democracia, los derechos humanos y el bienestar de la población de los países productores? Ante todo, debemos exigir transparencia tanto a los Gobiernos productores como a las multinacionales del petróleo. Gracias a la presión de la opinión pública y de ONG como Global Witness, los productores de diamantes firmaron ya hace algunos años los llamados Acuerdos de Kimberley, por los que se comprometían a eliminar del mercado los llamados diamantes de sangre con los que financiaban guerras civiles como las de Sierra Leona o Liberia.
El éxito de esta experiencia ha servido para poner en marcha una iniciativa con un objetivo similar: la EITI (Iniciativa para la Transparencia en las Industrias Extractivas, en sus siglas en inglés), que busca comprometer a Gobiernos y empresas, tanto en países productores como consumidores, para que hagan públicos los ingresos derivados del petróleo y acuerden un código de conducta que sirva para poner fin a la corrupción. Como se puso de manifiesto en la reunión de los promotores de la EITI, celebrada recientemente en Madrid, la transparencia y la rendición de cuentas en lo relativo a la gestión de los recursos naturales ofrecen un campo de acción donde España puede desempeñar un papel importante. Parte de la tarea, que debe llevarse a cabo en Europa, será la de convencer a China y Rusia para que se adhieran a la iniciativa ya que, sin ellas, la EITI no podrá prosperar. Internamente, como se señala en un documento de trabajo de Fundación FRIDE, sería crucial que el Gobierno español profundizara aún más en su compromiso con esta iniciativa (lo que incluiría una reforma de la Ley del Mercado de Valores) e hiciera de ésta un pilar central de su nueva política africana.
Pero la transparencia es sólo un primer paso: economistas como Paul Collier han propuesto a Naciones Unidas que impulse la firma de una Carta de los recursos naturales que establezca la obligación de los Gobiernos de los países productores a repartir de forma equitativa e invertir responsablemente los beneficios de dichos recursos.
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