Blogia
J. C. García Fajardo

Retazos de Ting Chang 016: Taichí chuán de los cerezos

Cuando se despertaron, sustituyeron la sentada del amanecer por una buena sesión de Taichí chuán en una amplia explanada cubierta de hierba, al otro lado de la laguna. Antes de dormirse, Sergei, mirando al planeta Venus que resplandecía en el firmamento, preguntó al Noble Ting Chang:
“- ¿Crees que un hombre puede cambiar su destino?
-  “Creo que un hombre hace lo que puede hasta que su destino le sea revelado”, respondió un noble samurai antes de entrar en la última batalla de su vida aquí en la tierra, porque él, antes de cerrar sus ojos para siempre, acertó a ver los cerezos en flor que parecieron muertos durante el invierno. Esas flores estaban formadas por todo lo que se había convertido en materia, también por las flores que nos habían deleitado durante la primavera pasada, no eran las mismas ni idénticas pero contenían todo lo anterior transformado. Nada muere para siempre, Sergei, nada. Los mensajeros de ese supuesto “destino” son los acontecimientos diarios, lo que le sucede al hombre, y a los demás hombres que viven en una sociedad concreta. No existe un Destino con mayúsculas pues sería identificable con la idea que nos hemos hecho de un supuesto dios creador que, por el hecho de fijarnos un destino, nos haría irresponsables. Y el hombre tiene que ser responsable, al menos, ante sí mismo”.
Sergei no añadió nada y se dirigió a su recámara, adyacente a la de su señor, dejando que esas palabras se expandieran en su mente durante el sueño, del mismo modo que lo habían hecho en su corazón.
No estaban solos sobre la amplia explanada.  Sergei no sabía quién los había convocado ya que ellos se habían acostado casi al alba, después de la reparadora noche bajo las estrellas. Vestidos con amplias túnicas del color de los cerezos, hombres jóvenes y maduros practicaban chikum, mediante la adecuada respiración, antes de iniciar las series de 84 pasos que conformaron una marea de olas armoniosas movidas por un viento interior. Ting Chang y Sergei se colocaron en un espacio que se abrió en el centro, porque ni delante ni detrás evitarían estar en primera fila en alguna de las evoluciones, y,  ellos se sabían aprendices. Ting Chang también a pesar de las prácticas que había realizado al otro lado del río con los tres maestros. Sergei las había imaginado desde su lugar en la baranda de las chozas y ahora llegaba el momento de dejarse llevar sin poner nada por su parte, sin pretender aprender nada, tan sólo suspendiendo cualquier resistencia.
También se suspendió el tiempo pues, como en el cosmos, éste no existe al no haber ningún punto inmóvil que sirviese de referente. El océano tampoco tiene referentes pues hasta las orillas, los cabos y las islas las conforma él con sus mareas. Cuando las aguas se mueven no lo hacen a impulso de los vientos, que sólo actúan en la superficie, sino formando parte de la danza cósmica en la que participan la Luna, las estrellas y las galaxias. Por eso, en la experiencia de los sidhis más venerables que conformaron los Upanishads, el universo danza.
A Sergei le encantó la túnica roja que Ting Chang le tendió cuando se levantaron. No dijo ni preguntó nada. Su señor vestían una igual y él sabía que tenía que endosarla libre de cualquier otra ropa. Habían caminado en silencio por la vereda de los Olmos y, pasadas las pagodas, se sintieron invadidos por una paz reconocible por la experiencia de las sentadas pero que ahora la sentían como brotando de su interior más profundo, como respuesta a una llamada que provenía de ese mar de túnicas rojas en aparente quietud pero que no eran sino un hervidero de acción y de energía. Cuando terminaron las series, todos a una se inclinaron ante el sol que ya reinaba en el horizonte. Con un paso hacia atrás, la marea humana dejó al frente a un venerable anciano que se volvió con el rostro sereno y lleno de paz. Todos se inclinaron en un saludo que comprendía a todo cuanto existía, arriba y abajo, dentro y fuera, entorno y en el centro de cada uno.  Eran conscientes de que por cada uno de ellos pasaba el eje del universo.
Cuando llegaron a la casa, se desayunaron todavía en silencio y, al levantarse para disfrutar del día de asueto que tenían ante ellos, el Noble Ting Chang dijo a Sergei:
- “¿Sabías lo que en Occidente ponen en boca de Séneca referido al aprendizaje?
- ¿Cómo voy a saberlo, Noble Señor, si tú no me lo cuentas? Soy todo oídos.
- Lo aprendí en latín, y ahí va, Liebre de las estepas, Homines dum docent, discunt, los hombres, mientras enseñan, también aprenden. Desde la infancia, a mis hermanos y a mí nos enseñaron buenos maestros y profesores. Pocas cosas existen en China tan valoradas como la buena educación, pues hasta el culto a los antepasados, el respeto a la familia y a las instituciones que mantienen la armonía, se transmiten mediante la educación y el ejemplo. La innovación fue que nuestras hermanas también participaron en esa formación, y eso le costó comprenderlo a nuestras abuelas, pero nadie cuestionó la decisión de nuestro padre, dada la situación revolucionaria que vivíamos en China. Una vez más, se trataba de aplicar la sabiduría del Taoísmo no oponiéndonos a la riada sino adaptándonos a ella, como hace el agua. ¿Recuerdas lo que nos contó el Maestro Tenno evocando un maravilloso pasaje de Lao Tzú?
- Sí que lo recuerdo, Noble señor, ¿cómo íbamos a olvidarlo, sobre todo allí en las chozas en donde vivíamos en la ribera de un río que nos servía de referente bajo el cielo? -, respondió Sergei. Lo memoricé y lo conservo como un tesoro.
- ¡Cántalo, Sergei, con la tonalidad que nos enseñó el Barrendero!, musitó Ting Chang que por unos momentos había dejado un lado su proyecto de ilustrar a Sergei en la historia del Imperio del Centro, como complemento de lo que le enseñaran los profesores que le asignó.

“La suprema bondad es como el agua.
El agua todo lo favorece y a nada combate.
Se mantiene en los lugares
que más desprecia el hombre
y así, está muy cerca del Tao.
Por esto, la suprema bondad es tal que,
su lugar es adecuado.
Su corazón es profundo.
Su espíritu es generoso.
Su palabra es veraz.
Su gobierno es justo.
Su trabajo es perfecto.
Su acción es oportuna.
Y no combatiendo con nadie,
nada se le reprocha.
- Bien, Sergei, ya tenemos alimento para el camino.
- ¿Adónde vamos, Noble señor?
- ¿De dónde venimos, Liebre?
- Yo de las estepas de Mongolia, - repuso mientras terminaba de preparar una mochila en la que llevaba un termo con té y unas fiambreras.

 

José Carlos Gª Fajardo por la trascripción

0 comentarios