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J. C. García Fajardo

Homenaje a Naguib Mahfuz II: Maasalama, querido maestro

El gigante literario y moral árabe

En febrero de 2003 Naguib Mahfuz tuvo que ser hospitalizado. Tenía entonces 92 años y, sin haberse recuperado nunca de las puñaladas que le habían dado en 1994 unos terroristas islamistas, el único escritor árabe galardonado con el premio Nobel de Literatura no lograba vencer una fuerte gripe. Aún así, enviaba mensajes al diario cairota Al Ahram. En uno se mostraba “muy preocupado” por la guerra que Bush preparaba contra Irak. “Mi posición”, decía, “es muy clara: me opongo a Sadam y me opongo también a esta guerra. La guerra generará una cantidad enorme de destrucción, no solo en Irak, sino en todo el mundo árabe. Esto es algo que no necesitamos”. En otro de los mensajes transmitidos a Al Ahram, se preguntaba si el presidente del Gobierno español que jaleaba la posición belicista de Bush era el mismo que le había visitado no hacía mucho en su casa de El Cairo y le había dicho que España siempre sería amiga del mundo árabe. La respuesta era afirmativa: se trataba del mismo personaje, José María Aznar.
Mahfuz ha sido durante décadas un gigante literario y moral en el mundo árabe. Como escritor, Mahfuz era el gran retratista de la vida cairota del siglo XX, el maestro indiscutible del realismo egipcio y el mejor escritor en una de las lenguas más hermosas y más habladas del planeta. Como personalidad pública, era un baluarte contra los extremismos políticos —y en particular los supuestamente basados en creencias religiosas, sean éstas musulmanas, judías o cristianas— y un firme partidario de la coexistencia en Tierra Santa de dos Estados: el israelí y el palestino. También era un filósofo epicúreo. “Cuando veo mi vida en su conjunto, me pongo contento”, declaró en agosto de 1993 a Le Figaro. “El sentido de la vida”, añadió, “no es independiente de la vida misma. Vivir quiere decir comer, beber, dormir, amar, trabajar, pensar. Tal es el sentido de la vida”.
En noviembre de 1994, en el hospital cairota adonde le había llevado el atentado sufrido el mes anterior, Mahfuz citó el viejo proverbio árabe: “Los perros ladran, la caravana sigue su camino”. Desde entonces han pasado muchas más cosas horribles, incluídos los atentados terroristas del 11-S y el 11-M en Estados Unidos y España, la calamitosa invasión norteamericana de Irak y la reactivación de los conflictos en Palestina y Líbano. Y no obstante, Mahfuz —casi ciego, con el oído muy duro, la lengua balbuciente y la mano derecha paralizada desde el atentado— siguió sosteniendo hasta el final que la caravana de un creciente diálogo universal de culturas, que consideraba el aspecto más interesante de la globalización, seguiría caminando. También continuó escribiendo; mejor dicho, dictando pequeñas historias o reflexiones. “Si las ganas de escribir me abandonan un día, deseo que ése sea el de mi muerte”, declaró en 1988.
Lo malo es que los perros no sólo ladran, sino que también muerden. Así que Mahfuz pasó su último período viviendo en El Cairo con protección policial. Sobre la cabeza de un escritor comparado con Flaubert, Tolstói o Balzac seguía pesando la fatua que lo condenaba a muerte por presentar de modo supuestamente irreverente a Moisés, Jesucristo y Mahoma en su novela Hijos de nuestro barrio. Ese delirante decreto religioso —similar al que Jomeini dictó contra Salman Rushdie— fue emitido a finales de los años ochenta por el jeque islamista egipcio Omar Abdel Rahman, actualmente en prisión en Estados Unidos por su participación en el primer atentado contra las Torres Gemelas, el de 1993. Fue esa fatua la que intentaron aplicar en octubre de 1994 los integristas que acuchillaron a Mahfuz en el cuello cuando salía de su casa.
Así que El Cairo de este comienzo del siglo XXI ya no ofrecía la oportunidad de departir con Mahfuz en el café Alí Baba, donde durante décadas el escritor ojeaba por la mañana la prensa local antes de acercarse a Al-Ahram, a entregar su columna. La figura del escriba enjuto y elegante, de gruesas lentes y pulcra sahariana había desaparecido del paisaje público cairota. El atentado le había convertido en un hombre enfermo y recluido en su casa, aunque siempre lúcido. “Doy gracias a Dios de ser ciego, para no ver la muerte de los niños palestinos”, declaró en octubre de 2000 a Randa Achnawi, en una entrevista para EL PAÍS. “Nunca pensé que Israel pudiera obrar así”, añadió. “Siempre he tenido un alto concepto de ellos, siempre los he juzgado como un pueblo muy civilizado, incapaz de actuar de forma irracional”.
Moderado políticamente, también lo era en materia religiosa. Para él, la religión, cualquier religión, era “amor a la gente y a la vida” y “una relación íntima entre la persona y Dios”, y por eso le preocupaban por igual los llamamientos de Bush a la cruzada y los de Osama Bin Laden a la yihad. “Si el mundo hace caso de lo que dice esa gente vamos a la perdición”, decía.
Nacido en 1911 en el viejo El Cairo fatimita, hijo de un funcionario y funcionario él mismo durante buena parte de su vida, casado y con dos hijas, Mahfuz, con novelas como El callejón de los milagros, la Trilogía de El Cairo, Hijos de nuestro barrio, Jan Aljili, El ladrón y los perros y Miramar, entre otras, abordó repetidamente el tema de la lucha de los seres humanos por mantener la memoria, la dignidad y el amor frente al destino y las convenciones sociales. Su lenguaje siempre fue sencillo, comprensible y hermoso, y sus descripciones de El Cairo, equiparables a las que realizaran Dickens de Londres y Zola de París.
En la lengua del Corán, perfecta para la poesía y la oratoria, no existía una obra novelística tan larga, sólida y fecunda hasta que llegó él. Y precisamente por eso recibió en 1988 el premio Nobel de Literatura. Fue el primer árabe —y hasta ahora el único— en conseguirlo.
Mahfuz creía en la utilidad de las palabras. En octubre de 2001 declaró a Babelia: “Cuando se habla de conciencia, hermandad y justicia en el mundo, alguna gente dice que eso solo son palabras que expresan sueños. Pero no solo las pesadillas pueden hacerse realidad, también pueden materializarse los sueños”. Una afirmación que completó con otra igualmente maravillosa: “La justicia consiste en tener respeto por el derecho de la gente a vivir como quiera”.
Maasalama, adiós, querido maestro!

Javier Valenzuela

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