Blogia
J. C. García Fajardo

Retazos de Ting Chang 019. En el corazón del palacio Imperial

   Zhongnanhai

Sergei imaginaba que algo distinto estaba sucediendo porque hasta el impasible Sun Tzen caminaba más recogido, y también había endosado una túnica blanca. Ting Chang le había contado un día que una de las dificultades que los jesuitas encontraron en el siglo XVI para dar a conocer su mensaje en China era que aquí el negro no es color de luto, ni se arrodillan para adorar, ni lloran en público ni tantas otras costumbres y usos occidentales que les distanciaban de la noble gente de la corte del Emperador que los había admitido para que con toda libertad explicasen sus ideas. El Emperador los admiraba como matemáticos, científicos, astrónomos y dialogantes sutiles, pero sobre todo porque habían comprendido y también admiraban la manera de ser de los chinos. De ahí que algunos regresaran a Roma para pedir al Papa que les permitiera introducir variantes en la liturgia que habían de desarrollar en China. Menuda se armó. En Roma no podían concebir, en el siglo XVI como en tantas otras épocas, que hubiera otras civilizaciones con verdades y riquezas tan respetables como las romanas. No sólo les negaron los permisos a los jesuitas para adaptarse a la manera de ser de los chinos sino que les prohibieron regresar allá. Fue lo que se llamó la Querella de los ritos que significó un retraso enorme en las relaciones entre Occidente y Oriente. Claro que, como disponían de las armas y de la prepotencia de los ejércitos portugueses y españoles, y más tarde de las de los holandeses, británicos y franceses, nadie movió un dedo por intentar comprender las inmensas riquezas de aquellas civilizaciones y culturas. Sólo se preocuparon de apoderarse de las riquezas materiales y de imponer sus manufacturas y modos comerciales. A eso, en el siglo XIX, le llamarían la exportación del modelo de liberalismo inglés que consistía en acabar con las trabas aduaneras para colocarles sus excedentes de producción sin que hubiera reciprocidad para sus productos.
El caso es que Sergei no sabía que había muerto la abuela de Ting Chang y que, con arreglo a los tiros ancestrales, el duelo era cosa de la familia y no era correcto hacer manifestaciones exteriores del mismo.
- Ahora ya sabes, Sergei, qué era lo que contenía el paquete que me había enviado mi madre. La túnica blanca que mi bisabuelo había vestido cuando murió su padre.
- ¿Pero cómo sabía ella que iba a morir? ¿Estaba tan enferma?
- Sergei, ella tenía sus años. Sabía que estaba ya madura porque había alcanzado su plenitud. Siempre me había dicho que “vivir hasta morir es vivir lo suficiente”. No comprendía la zafiedad de los occidentales cuando, dirigiéndose a una persona mayor, se atreven a decir que la “encuentran muy joven”.
- Como se estila en Occidente.
- Son estas cosas, aparentemente pequeñas, las que señalan los abismos entre nuestros pueblos. No es un tema de civilizaciones sino de valores, y Occidente se empeña en sostener y actuar como si sus valores y sus concepciones de la vida fueran superiores y pudieran imponerlos a los demás pueblos.
- Entonces, ¿no es correcto decir que la formulación de los derechos humanos es de alcance y validez universales?
- En la forma en la que los formulan y los utilizan ellos, no. No hay más que ver sus resultados en términos de explotación de otros pueblos, de conquistas y de colonizaciones sangrientas, de injusticia sociales como producto de una explotación y de una prepotencia inadmisibles que provocan ese odio, rencor y reacción contra esa forma de interpretar la historia. Es como el modelo de democracia que pretenden imponer a cañonazos. No es tanto el fundamentalismo, de uno u otro signo, como la desesperación lo que mueve a los pueblos que ya no tiene nada que perder. Han confundido valor con precio y crecimiento económico con desarrollo social.
- De ahí el silencio que califican como enigmático en el resurgir del Imperio del centro, que no terminan  de comprender y al que alimentan sin saberlo, -dijo Sergei.
- Por eso, los actuales dirigentes chinos, desde Deng Xiaoping, han decidido darles de su propia medicina. Utilizan sus materias primas, sus modelos y sistemas, sus redes financieras, sus conquistas cinética y sus desarrollos tecnológicos y todo ello lo apoyan en su insaciable codicia y voracidad. Un día te contaré algo que se empeñan en ignorar en Occidente, en ese “lejano oeste de Eurasia, en donde los hombres hablan a gritos, comen con las manos, se visten con pieles y habitan en cuevas”, como está escrito en nuestros libros más antiguos. Y es que los emperadores del Reino del Centro sólo sacaban sus garras para asegurar sus fronteras, para impedir que los bárbaros los molestases. Salían, ponían orden y regresaban al Centro sin importarles la conquista de más tierras y personas. Ellos sabían que china no ocupaba el centro de la tierra. No eran tan tontos, sino que constituían el Imperio del Centro. De ahí que el sabio chino y los dirigentes que caminan en el sentido del Tao y dentro del orden de Confucio miren con una distancia y con una perspectiva que ellos llaman enigmático, cuando no cínico o hipócrita, sencillamente porque no lo comprenden.
- Pero no todos los dirigentes tendrán esa altura de miras.
- Por supuesto que no, por eso, cada dinastía impone una forma de actuar que asegure el orden y la paz interior. Hasta que llega otra dinastía, sea manchú o mongola. Todas acaban siendo chinas.
- Y ahora quizás estamos en el declinar de la dinastía de los emperadores Mao, Deng Xiaoping y los últimos dirigentes de la Ciudad prohibida…
- Fíjate qué cosa tan curiosa. En pleno centro de Pekin, cerca de la plaza de Tiananmen, se encuentra el corazón oculto del auténtico poder de China. Se llama Zhongnanhai  (Lagos del Centro y del Sur). Es un conjunto ajardinado de residencias y espacios en donde viven y se reúnen los más altos dirigentes del Partido Comunista y del Consejo de Estado. Es el auténtico poder ejecutivo. Antiguamente, era una sección del Palacio Imperial y todo el mundo sabía que existía, quizás por eso Mao la escogió como su residencia y, desde entonces, viven allí los más altos funcionarios.
- Algo así como lo que me constaste del último Emperador que, aún después de ser derrocada la dinastía, se les permitió vivir durante unos años con toda la familia y la corte en la Ciudad Prohibida. Así, el pueblo había visto los cambios que aportó la Revolución de 1911 dirigida por Sun Yat-sen pero miraba hacia ese Centro del Imperio y sabía que nada malo podría suceder.
- De hecho, hasta que los militares con el general Chiang  Kai-sheck a la cabeza del Kuomintang no se alzaron contra el orden de la República recién instaurada no era previsible ni se imaginaba viable una revolución como la que habría de encabezar Mao al frente de la Larga Marcha.
- Esa sí que fue una auténtica revolución, pero nadie la vio venir.
- Así es, mañana hablamos de la  escritura, como pensaba hacerlo hoy pero ya ves…
- Mejor así, Noble Señor, mejor así.

José Carlos Gª Fajardo porla transcripción

 

0 comentarios