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J. C. García Fajardo

Nesemu: China y Rusia pueden ser el problema

/Si Mao levantara la cabeza/, así titula su artículo Enrique Arias Vega, en El Periódico. No es un trabajo de análisis sino de divulgación. No aporta mucho pero nos puede servir para familiarizarnos con ese gran tema que es China como potencial hegemónico en el nuevo Eje Geopolítico que se asentará en el Pacífico. Como periodistas responsables de informar y de influir en la opinión pública tenemos que considerar ese tema como prioritario en el panorama internacional. Lo que suceda a China afectará al mundo. Con sólo imaginar qué podría ocurrir ante un acercamiento entre el hipergigante asiático y una Rusia humillada y marginada, es para echarse a temblar. Bush puede disentir y hasta enfrentarse con los líderes de la UE, porque hablamos el mismo lenguaje y nos apoyamos en valores muy similares. Pero tanto Rusia como China han demostrado durante casi un siglo que ni siquiera tiene que prescindir de esos valores sino que han demostrado que han podido vivir ignorándolos. En la entrevista que Bush mantendrá en Bratislava la pasión de Condolezza Rice por el mundo ruso de la guerra fría podría desencadenar otra nueva edición de la misma, mucho más peligrosa. Sostienen los expertos en el mundo de la mente que las motivaciones más ocultas de los seres humanas suelen ser polivalentes y multiformes.
Nesemu

//Si el difunto Mao Zedong levantara la cabeza, probablemente iniciaría otra larga marcha para reinstaurar los principios del marxismo-leninismo que sus herederos han relegado al desván de los trastos inútiles. Eso sí: desde Den Xiaoping y su conversión a la economía de mercado en 1978 hasta ahora, China ha pasado del comunismo al capitalismo sin abjurar de la dictadura del partido único. O sea: que capitalismo sí, pero salvaje, sin derechos laborales, libertades cívicas ni pluralidad política.
Según cuentan los analistas, el 90% de la población rural y el 60% de la urbana no tienen cobertura alguna de la seguridad social; es decir, que se pagan el médico, si es que pueden. Tan gigantesco cambio es observado con estupefacta admiración por gentes del Este y del Oeste, que envidian unas tasas de crecimiento económico sostenido del 9% anual durante la última década.
Ya lo había vaticinado hace 30 años con matemática precisión Alain Peyrefitte, varias veces ministro de De Gaulle, en su libro Cuando China despierte... el mundo temblará. Mucho antes, con un enfoque más catastrofista, el filósofo alemán Oswald Spengler nos había prevenido sobre la decadencia de Occidente en lo que él consideraba fin de un ciclo histórico ante la emergencia de Asia.
No sabemos a ciencia cierta de cuánta población estamos hablando: ¿1.200 millones?, ¿1.300? En cualquier caso, se trata de muchísimos millones de personas que conforman una demanda interna susceptible de arramblar con cuanto producto de consumo se le ponga por delante. China se ha convertido así en acaparadora de materias primas para sus nuevas fábricas, en importadora de bienes y de modas occidentales y hasta en plaza financiera de primer orden. Son tantos chinos impregnados de un dinamismo capitalista recién descubierto que se permiten moldear costumbres, influir en el comercio internacional y exportar mano de obra y turistas, así como productos y actividades de su cultura secular.
Un ejemplo nimio, aunque significativo, de la influencia de ese país que es como un continente: el baloncestista chino Yao Ming no es el mejor jugador de la NBA; pero fue quien obtuvo más votos populares --2.558.278-- para el partido de las estrellas del pasado domingo, por encima de Shaquille O’Neal, Tim Duncan y Kobe Bryant. ¿Por qué? Pues porque cientos de miles de fans chinos colgados de internet han decidido que así sea. La súbita irrupción de Pekín en el capitalismo global del siglo XXI no tiene los durísimos perfiles que mostró la industrialización manchesteriana de hace dos siglos. Supone, es cierto, el mismo proceso de acumulación de capital y conlleva las injusticias sociales anejas a él. Pero todo eso se diluye en un universo de comercio internacional y de rápido ascenso social de una creciente clase media hasta ahora inexistente.
De ahí el atractivo efecto imitador que experimentan otros países asiáticos con menos potencial: si se puede crecer económicamente sin un régimen democrático, parecen decir, preferimos los ordenadores, la cosmética y el karaoke a tener más libertades políticas y menos dinero para gastar.
Esa es la novedad del sistema chino de un país, dos sistemas, verbalizado de ese modo cuando la retrocesión de Hong Kong en 1997 y que justificaría la coexistencia de la libertad de empresa y la falta de libertades políticas.
No parece que semejante esquizofrenia social inquiete a los grandes países democráticos, encantados de tener un nuevo socio que dinamiza el comercio internacional y que les compra a toca teja todo lo que fabrican. Por eso, tanto Estados Unidos como la Unión Europea se olvidan de los presos políticos en las cárceles chinas, de la represión a los disidentes y de prácticas que vulneran la Declaración de Derechos Humanos. De esa guisa, el régimen ¿comunista? de Pekín puede mantenerse sin excesivos sobresaltos. Sus problemas vendrán, según algunos, cuando el recalentamiento de la economía --no es posible mantener ese ritmo de crecimiento sin que se descosa el tejido financiero o se produzca un tropezón-- impida mantener el nivel actual de consumo.
Según otros, cuando el propio desarrollo económico del país evidencie las contradicciones hasta ahora soterradas: necesidad del juego democrático de partidos políticos, floración de tensiones regionales --en el país existen hasta 56 minorías étnicas, aunque bastante diluidas en el conjunto-- y demás problemas propios de los países que superan el umbral de la pobreza y buscan ya el objetivo de la libertad. Algo de todo eso puede manifestarse muy pronto. Dentro de tres años serán los Juegos Olímpicos de Pekín: el régimen tendrá entonces la oportunidad de probar que su modelo político es durable, y la disidencia, la posibilidad de demostrar simplemente que existe.//

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