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J. C. García Fajardo

¿Qué mueve a los voluntarios sociales?

Cuando me preguntan cómo nació Solidarios para el Desarrollo respondo: “¡Como una respuesta ante la desigualdad injusta!”. Luego, voy contando los hechos concretos que nos fueron interpelando y a los que acudimos como la sangre acude a los bordes de una herida. Después de 20 años, la gente no se imagina que todo haya sido tan sencillo y natural, no fácil ni mucho menos. Hoy me pregunto si hubiera podido no ser así. No tengo respuesta. Una vez, se llevaron a la cárcel a un alumno mío de la facultad y me telefoneó para pedirme que no le fallara. Así nacieron las que luego serían las Aulas de Cultura en los Centros Penitenciarios. Otro día vi a un alumno en silla de ruedas esperando a que alguien le ayudase a superar una barrera, y nació el Programa de Ayuda a Estudiantes Discapacitados. En un viaje a países latinoamericanos para dar conferencias, comprobé que muchas personas sabían leer pero no tenían libros, así surgió el Libro Solidario que ya ha enviado más de medio millón de libros seleccionados a las Escuelas Normales de 20 países en bibliotecas de 5.000 volúmenes. En Cuba, hace casi 15 años, comprobé la buena preparación del personal médico y sanitario, pero que carecían de medicamentos a causa del embargo. Desde El Puente Solidario, durante 15 años, enviamos por avión más de 62 toneladas de medicamentos seleccionados y de gran calidad, en paquetes de menos de cien kilos, no sólo a Cuba sino a más de treinta países en América y en África. Lo mismo podría contar de cómo nació, hace casi dos décadas, nuestro servicio de voluntariado con los enfermos del Sida, casi parece increíble recordarlo. Y el voluntariado con las personas mayores que viven solas, y el programa de Vivienda Compartida que ha merecido un reconocimiento europeo, y el voluntariado con inmigrantes en necesidad y, uno de lo más antiguos, nuestra presencia en los hospitales para acompañar a enfermos crónicos que no reciben visitas, a los niños con enfermedades graves. ¿Qué sé yo? Durante años hemos estado bañando, vistiendo, arreglando y dando de comer a discapacitados profundos los sábados y domingos, desde las 7 de la mañana hasta las 12, hasta que se formó un buen equipo que aseguró el relevo. Todavía siguen en ese servicio algunos de los primeros de la ONG. ¡Han sido tantas las experiencias de asistencia como voluntarios sociales en veinte países de América y de África durante los veranos, que no podría ni evocarlas! Hasta que, un día, comprendimos que ese servicio lo podrían hacer mejor los naturales de esos países mientras nosotros nos concentrábamos en Proyectos de Cooperación al Desarrollo, porque comprendí que algunos “voluntarios” corrían el peligro de equivocarse y pretendían hacer “turismo solidario”. Nunca más pasó a esos países nadie que no hubiera acreditado su experiencia como voluntario social aquí en España pues “nadie puede ir a hacer allí lo que no sabe o no quiere hacer aquí”. En una palabra, nunca nos sentimos enviados por nadie sino que acudíamos a la llamada de alguien que nos parecía responsable, y una vez calculadas nuestras posibilidades reales.
Cuando un servicio social nos pareció que crecía desmesuradamente o que corría peligro de invadir áreas que correspondían a la Administración o a los profesionales, no tuvimos el menor reparo en suspenderlo o transferirlo a otras organizaciones mejor preparados. De hecho, y sin pretenderlo, Solidarios continúa siendo una de las ONG de acción social que más voluntarios envía a otras organizaciones que nos parecen serias para ayudarles en programas concretos. Nunca hemos hecho proselitismo alguno, no cabría en nuestras cabezas. Siempre hemos actuado desde la experiencia de que “lo que no se comparte, se pierde”. Así ha sido durante estos 20 años al servicio de los más pobres, de los más humildes y vulnerables, de los marginados y de los excluidos. Nunca se me hubiera ocurrido fundar con nadie algo de semejante envergadura, debido a mis responsabilidades académicas y a mi circunstancia familiar como padre de seis hijos. Las cosas fueron saliendo así, acudiendo a dónde nos llamaban o en dónde creíamos que podríamos ser útiles. No siempre fue fácil, pero nadie nos había garantizado que iba a serlo.
En mi libro “Encenderé un fuego para ti. Viaje al corazón de los pueblos de África”, durante mi año sabático en 20 países subsaharianos, algunas personas, sobre todo religiosas, no podían comprender que a los voluntarios no les moviese un sentimiento religioso “porque nosotros los misioneros, lo hacemos por Jesús y por el mandato que nos dio”, como se recoge en el capítulo de Ghana. Aquella conversación, casi del método Ollendorff, concluyó con la afirmación de aquella misionera: “¡Es que sus voluntarios son cristianos sin saberlo!”. Se imaginan cómo tuve que improvisar para recomendarle que jugase a la lotería porque, con ese sistema de números marcados, seguro que ganaría siempre.
Han pasado los años y han llegado unos y se han marchado otros, se han renovado los responsables y ahora trabajamos para que la organización pueda ser autónoma y coherente con sus señas de identidad. De no ser así, mejor es que desaparezca y orienten a sus voluntarios a trabajar en otras organizaciones humanitarias que las hay muy buenas y muy necesarias. Lo que no puede suceder es que nos enrosquemos en nosotros mismos y que nadie, yo el primero, se considere indispensable.
Pero todavía continúan preguntándome qué es lo que mueve a los voluntarios sociales que, con una responsabilidad y entrega, con una fidelidad y gracia, sirven a los más pobres sin esperar nada a cambio, por el placer de compartir. No me refiero a aquellos, muy capaces y responsables, que desde hace siglos militan en las filas de organizaciones religiosas o en formaciones políticas progresistas y que han sido ejemplo constante de caridad o de altruismo, de filantropía y de servicio a los demás. Yo hablo ahora de la gente corriente, de esos centenares de miles en España, y de millones en el mundo industrializado, que han asumido un compromiso social en una organización de la sociedad civil, seria y responsable. De esas personas que han sentido la interpelación del otro, la provocación de quienes parecen invisibles para el resto de la sociedad pero que a ellos los han conmovido para asumir ese compromiso social con la formación adecuada. Esto no es una cuestión de boy scouts, con todo el respeto que nos merecen, ni una aventura de unos días. En las diversas ediciones del Manual del voluntario llevo años perfilando y afinando cada vez más las exigencias y las señas de identidad de este servicio social libremente asumido. ¿Peligros? Muchos. Sobre todo del lado de quienes pensaban que tenían el monopolio de las aradas en los campos de labor, o de las empresas e instituciones que, de repente, han descubierto lo bien que podría convenirles a su imagen de empresa poner una ONG en sus proyectos. Pero cada vez se va descubriendo más su juego y las auténticas ONG no se prestan a estos chalaneos.
¿Cuál es mi experiencia personal como ciudadano laico y no perteneciente a ninguna confesión religiosa ni a ningún partido político? Pues esto que he ido descubriendo en millares de jóvenes y de no tan jóvenes en estas últimas décadas. Casi no sabemos la respuesta pero sí conocemos la repregunta “¿Cómo no hacerlo?” “¿Cómo permanecer impasibles ante tanta injusticia, ante tanta ceguera suicida, ante tanta insolidaridad y desigualdades culpables?”
Me han ayudado a comprender esta actitud las palabras del
Dalai Lama cuando dice que nos aseguremos de hacer que nuestra vida esté tan cargada de sentido como sea posible, preocupándonos por ser felices. Pero la felicidad es indisociable de la paz como fruto de la justicia social. Una pretendida felicidad ignorando nuestra responsabilidad con los demás, es una quimera; ni siquiera una utopía y mucho menos un sueño, porque entra en el mundo de las fantasías, y estas tienen muy mal despertar. Peor aún, a veces, no es posible regresar y se queda uno en la enajenación que se va tornando en amargura hasta perderse en el auto reproche que puede conducir a la peor de las exclusiones sociales, la que nos infligimos a nosotros mismos.
En ese caso, dejamos de sabernos seres para los demás, que es el colmo de la maduración de la persona cuya única razón de vida es ser ella misma, alcanzar la plenitud que no pueden dar ni el tener ni el poder ni el triunfo ni la gloria, efímeros por naturaleza. Tan sólo el éxito, el crecer desde dentro, ex ire, madurar y abrirnos asumiendo y celebrando todo cuanto nos sucede, aún los episodios más dolorosos, pueden conducir a un vivir que tenga sentido, esto es, a un vivir con dignidad que no espera recompensas. La recompensa es el propio vivir consciente de que cada momento es único, de que el mañana no es sino una hipótesis de futuro nunca una realidad cierta, hasta que no se ha vivido. Hay que vivir en infinitivo, y con todas sus consecuencias. Aquí y ahora, en calma o con alarido, compartiendo y abriéndonos a todo cuanto es y existe. Sólo así, podremos vivir plenamente nuestra condición de seres humanos como personas, y no como meros vivientes.
Después de tantos años de servicio y de compromiso, comparto su declaración: “Esta es mi religión verdadera, mi sencilla fe. No es necesario un templo o una iglesia, una mezquita o una sinagoga; no hay necesidad de una filosofía complicada, de la doctrina o el dogma. El templo ha de ser nuestro propio corazón, nuestro espíritu y nuestra inteligencia. El amor por los demás y el respeto por sus derechos y su dignidad, al margen de quiénes sean y de qué puedan ser. Esto es lo que todos necesitamos”.
Esta es la respuesta de millones de jóvenes a quienes han estado durante siglos administrando trascendencias y que tanto se escandalizan por la falta de prácticas religiosas de los jóvenes, por las amenazas que acechan a la concepción tradicional de la familia, a su imposición de un orden social que se ha revelado como injusto, radicalmente inhumano e insolidario, a la ruptura de los jóvenes y de los voluntarios mayores con un sistema de mercado que margina a millones de seres humanos mientras continúan fundamentando su desarrollo económico en la explotación de las riquezas materiales de esos mismos pueblos y en la más dura explotación de sus personas como fuerza de trabajo. Esta es la sociedad que nos han legado nuestros mayores y contra la que, con toda justicia y mejor derecho, se alzan en todas partes personas que han osado dudar, que han querido saber y que se han negado a seguir uncidos a arados de dogmas y de fundamentalismos de toda índole. Han elegido el imperio de la Ética y, por lo tanto, de la justicia social, mientras relegan las diversas morales impuestas a sus ambientes propios con los que cada vez se sienten menos implicados. No los entienden cuando hablan, condenan y anatematizan con tintes apocalípticos. Es como si hablaran en lengua de mandarines y escribieran en tinta china. A diferencia de otras revoluciones, en esta del conocimiento y de la libertad responsable, ni siquiera les merecen el desprecio. Sencillamente, pasan de ellos y creen que otro mundo es posible porque es necesario. Y están convencidos de que con la summa de todas las voluntades el mañana es nuestro, porque la alternativa es el caos en una vida carente de sentido.
Porque tan sólo podemos emplear bien el presente, debemos comportarnos de forma responsable y con compasión por los demás. La compasión como la justicia, la solidaridad, el ejercicio de la libertad y todas las virtudes exigen relación con los demás. Ese comportamiento obedece a nuestros intereses porque es la fuente de toda felicidad y alegría, y el fundamento para tener buen corazón. Nuestra felicidad está unida a la felicidad de los demás. Es imposible ser feliz a solas.
¿Y el placer de crear, de participar, de saberse responsable solidario? El placer infinito de saborear los silencios y de salir al encuentro de quienes tienden sus manos hacia nosotros para escucharlos con atención, porque los encuentros sólo se producen una vez en la vida? Por eso, todas las despedidas son eternas, porque la repetición es imposible. La gota de agua que se sabe océano, la persona que se sabe humanidad y, por lo tanto, necesaria, tiene una actitud radicalmente distinta a la de las gentes manipuladas por el consumismo, las prisas y el miedo. Es preocupante el constatar cómo la historia de los pueblos del Sur, sus tradiciones culturales y religiosas enriquecedoras por lo diversas, su realidad vivida y sufrida, no tenga cabida en la actualidad de los medios de comunicación. Por medio de la amabilidad, del afecto, la honestidad, la verdad y la justicia hacia todos los demás aseguramos nuestro propio beneficio. Es de sentido común. Podremos rechazar la religión, la ideología y la sabiduría recibidas de nuestros mayores, pero no podemos rehuir la necesidad de amor y compasión.
De ahí la importancia de mantener viva la memoria, sometida a reflexión, para ver nuestro comportamiento como personas. En eso consiste la cultura, del mismo modo que la educación no es la transmisión de conocimientos sino sacar lo mejor de cada ser humano para su realización en un ambiente general de libertad y de participación regidos por la justicia.
Hoy sabemos que nuestra sumisión y el control de nuestros espíritus no serán conquistados por la fuerza, sino a través de la seducción. Nos hacen creer que por nuestro propio bien debemos insertarnos en el sistema sin pedir explicaciones.
Pero en el conflicto entre el poderoso y el desposeído, no intervenir no significa ser neutral, sino ponerse del lado del poderoso.
La legalidad se hace justicia por la voz del pueblo. No confundamos el legítimo acceso de esa nueva generación de activistas culturales que se manifiestan ante los grupos de presión con una minoría de reventadores de un orden que produce tanta injusticia social. No podemos aceptar democracia a escala nacional con plutocracia a escala mundial. La disconformidad es una exigencia ética. No la ahoguemos.
En la medida en que practiquemos estas verdades en nuestra vida cotidiana, poco importa que seamos cultos o incultos, que creamos en Jesús o en el Buda, que seamos fieles de una religión u otra, o de ninguna en absoluto. Que nos declaremos seguidores de Marx o de Adam Smith, de John Mill o de Darwin, de Freud o de Whitman. En la medida en que tengamos compasión por los demás y nos conduzcamos con la debida contención, a partir de nuestro sentido de la responsabilidad, seremos felices.
"Con amabilidad y con valentía, acoge a los demás con una sonrisa. Sé claro y directo. Y procura ser imparcial. Trata a todo el mundo como si fueran tus amigos. Todo esto no lo digo en calidad de Dalai Lama. Hablo solamente como un ser humano; como alguien que, igual que tú, desea ser feliz y no sufrir".
Ante el malestar de un mundo en crisis, es preciso agarrarse a la memoria y hacer espacio a la palabra. Dentro del laberinto de espejos en que se ha convertido nuestra historia hay que tallarlos y convertirlos en cristales para ver lo que podemos ser. “Los espejos son para ver de este lado, los cristales son para atravesarlos y pasar al otro lado”. Y empezar a ser felices queriendo lo que hacemos para superar esta soledad colectiva que hará crisis si nos lo proponemos. Hagamos verdad nuestra memoria para que no haya olvido.
Cuando algunos se asoman a las máscaras de espejos de los voluntarios sociales, pueden encontrar respuesta en esta convocatoria global a una revolución espiritual que supone una revolución ética. Y ante una conciencia bien formada, coherente y responsable, no existen ley ni dogma ni imposiciones que valgan. Podremos inclinarnos, como el junco para que pase la riada, pero para mantenernos firmes y alzarnos para decir y compartir nuestra palabra.

José Carlos Gª Fajardo

2 comentarios

Merche -

Lo que mueve a los voluntarios es el corazón, empujado por una razón que niega una realidad absurda, egoísta y cruel de la que ellos no quieren ser parte. Lo que mueve al voluntariado social es la fe en otro mundo. En la justicia.

Rôvënty -

Qué mueve a los voluntarios sociales es cómo preguntar que mueve al pez para vivir en el mar o que lleva al hombre a superarse a sí mismo cuando peor están las cosas. Porque es en ese momento que las ideologías ya no valen, sólo las personas, sólo un alma frente al crsital que le devuelve un borroso reflejo, frente al espejo de uno mismo, que somos todos.