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J. C. García Fajardo

Identidad y desarraigo

 

Cuentan que el Mulá Nasrudín se acercó a un cambista para hacer efectivo un pagaré. El banquero lo miró sorprendido de que alguien tan desaliñado viniera a cobrar aquella suma y preguntó al Mulá: “Por favor, ¿podría usted identificarse?” A lo que Nasrudín reaccionó sacando un espejo. Se estuvo contemplando, hasta que, muy ufano, dijo: “¡Menudo susto me habías dado, hermano, claro que soy yo!¡El mismo yo que salió hace un año para seguir la Ruta de la seda!”

Resulta que, para saber quién soy, tengo que preguntárselo a otro que me dará un papel que servirá para identificarme. Antes, en el “documento de identidad” aparecían los nombres del padre y de la madre. Somos hijos de, nietos de, pero ni siquiera ponen nuestra profesión. Un nombre, apellidos y un número. Esa es la clave: un número, al que pronto se añadirá el grupo sanguíneo, el ADN, las huellas de los diez dedos y la calidad de nuestros espermatozoides.

Vivimos aherrojados, y nos hemos dejado encadenar: cuenta corriente en bancos porque, si no, no podrás domiciliar recibos de teléfono, luz, gas, agua, recibir tu sueldo pagar tu hipoteca, tarjetas de crédito y para todo necesitará el refrendo de una “institución” bancaria.

Ya no sirve el testimonio de un vecino ni el de un pariente; sin un papel no eres. Va a ser verdad la afirmación de Hegel de que “somos lo que no somos”, lo que estamos siendo.

Estamos atrapados por la burocracia del Estado y por la de los poderes económicos que gobiernan el mundo en nombre de la “seguridad”, esa falacia que se ha impuesto por delante de la justicia, porque, seguridad sin justicia, es silencio de cementerio.

“Usted no piense ni razone, ya nos encargamos nosotros”. Así nos inundan de publicidad, de propaganda y de presiones como antes nos deshumanizaron con mitos y magias para conducirnos a la “vida eterna”. Y en el colmo del desarraigo calculado nos anteponen el tener al ser. Somos si tenemos. La dicotomía entre ser y tener lleva al desamparo, al temor y a la entrega a otros para que nos aseguren. La seguridad ya no es fruto de la paz y esta de la tranquilidad en el orden, o sea de la justicia social. ¿Hay otra?

Se confunde valor con precio. Se buscaba el poder por el poder y se sostuvo que la función del Estado era velar por la seguridad para que pudieran prosperar los negocios, en lugar del bienestar de los ciudadanos.

Se explotaron pueblos y tierras bajo el pretexto de la civilización, de la conversión a “la religión verdadera” y de implicarlos en la sociedad de mercado. Fueron tratados como súbditos en perenne minoría de edad, incapaces de gobernarse a sí mismos y necesitados de colonización, y erradicación de sus costumbres para ser utilizados en el desarrollo de las metrópolis.

Se reconocían las ventajas, para los poderes económicos, de una economía de mercado, pero impusieron la sociedad de mercado. Actuaron como si no fuéramos “tierra que camina” y que lo que le suceda a la tierra nos sucederá a nosotros.

Se denunció el fantasma de injusticia, hambre y desolación que recorría Europa. Se alzaron en revoluciones fallidas hombres y mujeres que apostaban por una sociedad más justa y solidaria. Se bastardeó el liberalismo humanista hasta convertirlo en ideología capitalista tan perversa como los totalitarismos soviéticos y fascistas.

Se produjeron guerras con centenares de millones de víctimas, pero lo que contaba era la explotación de las victorias ratificadas con armas de destrucción masiva. La más letal, el hambre. Olvidaron que la victoria nunca trae la paz porque genera humillación y venganza.

Enfermas las ideologías, un rumor esperanzado recorrió el mundo y se alzaron voces sabias y generosos voluntarios sociales para luchar por “Otro mundo posible”, más justo y humano.

La voracidad especulativa y financiera se propagó como cáncer letal. Y vino la hecatombe que padecemos. Bancos y entidades financieras, paraísos fiscales y oscuros poderes se vieron ahogados en su propio éxito.

No pudieron más y reventaron pero, en lugar de reconocer sus crímenes y reparar injusticias, se erigieron en jueces exigiendo a los Estados que les ayudaran para socializar sus pérdidas cuando ya habían privatizado sus ganancias. A pesar de todo, tiene que ser posible la esperanza sostenida por nuestro esfuerzo. El de la sociedad civil transformando las instituciones.

 

José Carlos García Fajardo

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